Podemos comparar la realidad con un flujo continuo de agua, como un mar u océano, a veces tranquilo, a veces turbulento, según la fuerza del viento y las demás condiciones climáticas. Y siguiendo esta comparación, nosotros seríamos como naves que surcan el océano. A veces disfrutamos del momento, de un día soleado en un mar tranquilo, y sentimos seguridad al tener a la vista tierra firme. Otras veces pasamos un mal momento y sentimos mucho miedo, como si estuviésemos en medio de un océano agitado, de noche, y sin tener idea de dónde, en qué dirección o a cuánta distancia está la costa. En cualquier escenario, necesitamos mantenernos a flote, si nuestra meta es seguir experimentando el 'viaje' marítimo de la vida.
Está claro que, si la realidad fluye y cambia constantemente como las aguas del mar, necesitamos fluir con el fluir de la realidad misma. Pero a veces decidimos echar el ancla y dejamos de navegar, dejamos de movernos con el movimiento mismo de la realidad.
En ocasiones y por un tiempo determinado, echar el ancla puede ser una decisión prudente. Como cuando decidimos hacer un alto en la rutina y tomarnos un tiempo para aclarar nuestra mente y retomar el sentido de la orientación: reconocer dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Pero echar el ancla motivados por el miedo, es decir, quedar paralizados, estancados en medio de situaciones estresantes por el pánico que sentimos ante ciertos cambios no deseados en nuestra vida, no puede ser una decisión sabia, mucho menos saludable.
Dejar de fluir por tiempo indeterminado implica separarnos del flujo de la vida, y en casos extremos, dejarnos morir en medio del océano. Aunque el océano —sin importar lo que decidamos hacer, fluir o estancarnos— no por eso dejará de cambiar constantemente.
Y es que la naturaleza del océano es cambiar. Lo mismo podemos afirmar de la realidad en todas sus dimensiones: la realidad no sólo cambia, sino que es cambio, y el cambio es lo único permanente que encontraremos en ella. Sin embargo, no siempre estamos atentos y en verdadero contacto con la realidad. Muchas veces, por el contrario, nos sentimos frustrados, desilusionados y hasta peleamos irracionalmente con la realidad porque ésta cambia y, al hacerlo, pocas veces —de hecho, rara vez— se adecúa completamente a nuestras expectativas, planes, ilusiones, caprichos. Es entonces, cuando nos vemos a nosotros mismos 'enganchados' en las trampas de nuestra mente, como un bote que echó el ancla en marea baja y quedó estancado, girando en círculos.
A veces quedamos tan enredados en nuestros apegos al punto que peleamos contra la realidad, con la expectativa de que ésta simplemente no cambie —lo que es tan absurdo como pretender que las aguas del océano permanezcan serenas—, que las personas no cambien, que los años no pasen, que los niños no crezcan, que las relaciones no se terminen, que las circunstancias no varíen, que las personas que nos importan no se alejen ni mueran. En suma, que la realidad deje de ser lo que es: cambio.
Entonces, si la realidad es cambio, ¿tiene sentido vivir? Volviendo a nuestra metáfora, si estamos en el océano, siempre cambiante, flotando en nuestras barcas, ¿tiene sentido seguir flotando, fluyendo, navegando?
Creo que el 'sentido' no es algo predeterminado que tengamos que encontrar sino algo que podemos generar o crear.
Por lo demás, sólo el apego a las trampas de nuestra mente, como la ilusión de permanencia, la idealización de ciertas circunstancias o el pensamiento auto-destructivo —por nombrar sólo algunas—, pueden hacer que dejemos de estar atentos al aquí y ahora e impedirnos disfrutar plenamente de cada momento del viaje.
La decisión es nuestra: echar el ancla y estancarnos en nuestra mente, girando en círculos, o decidir soltar los apegos nocivos, las idealizaciones, caprichos y todo lo que nos impide seguir navegando, incorporando nuevas destrezas, descubriendo nuevos horizontes, aportando sentido a nuestro viaje.
Hasta la próxima,
Marcelo Aguirre
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